La niña
chica
La
niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veía venir hacia él, entre
las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo dengosa:
“¡Platero, Plateriiillo!”, el asnucho quería partir la cuerda, y saltaba igual
que un niño, y rebuznaba loco.
Ella, en una
confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y le pegaba pataditas, y le
dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de grandes
dientes amarillos; o, cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo
llamaba con todas las variaciones mimosas de su nombre: “¡Platero! ¡Platerón!
¡Platerillo! ¡Platerete! ¡Platerucho!”
En los
largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte,
nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba
triste:”¡Plateriiillo!... “ Desde la casa oscura y llena de suspiros se oía, a
veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh estío melancólico!
¡Qué lujo
puso Dios en ti, tarde del entierro! Septiembre, rosa y oro, como ahora,
declinaba. Desde el cementerio, !cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso
abierto, camino de la gloria!... Volví por las tapias, solo y mustio; entré en
la casa por la puerta del corral, y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra
y me senté a pensar, con Platero.
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